miércoles, enero 17, 2007

Amas de casa desesperadas

Royal express

Querer conocer a alguien y querer tener sexo con alguien ¿deberían ser, necesariamente, cosas excluyentes?

Yo vengo hablando de que los hombres esto y las mujeres lo otro, y en verdad no es mi intención generar antagonismos o estereotipos. De manera un poco confusa, he estado dando vueltas entorno al tema de la crisis de la modernidad como gran detonante de la crisis de identidades que vivimos hoy. Hasta no hace mucho tiempo, los hombres y las mujeres tenían, en la sociedad, roles claramente definidos, que se pretendían complementarios (esto ya da para abrir un paréntesis, pero vamos a dejarlo ahí, porque de digresión en digresión, ya me veo torturándolos con otro post eterno). Por suerte, claro, había también hombres y mujeres, artistas, esa gente rara y loca que generalmente tenían demasiado o demasiado poco dinero, demasiados o casi ningún amante, esa gente vanguardista que sólo se hallaba a sí misma en los extremos y a contracorriente (sí, los hippies no inventaron nada), gente, en definitiva, que curtía otra onda (me aburro a mí misma si sigo mucho el tonito intelectual ☺). Pero, claro está, eran la excepción. Lo que habilitó la posmodernidad fue, entre otras cosas, la puesta en disposición de esas actitudes como si fueran un abrigo de quita y pon, de suerte que hoy cualquiera puede acceder a ellas. Hoy tenemos un abanico de roles para elegir, convenientemente banalizados y vaciados de sentido por el uso indebido e indiscriminado que de ellos hacen los medios (los medios son y serán siempre la bestia negra en este blog...menos internet, claro ☺). Y, se sabe, cuando uno tiene tanto para elegir, sobreviene la crisis de la página en blanco, y termina por no elegir nada, o lo que es lo mismo, por elegir un poco de todo (la suma de todos los colores, en la síntesis sustractiva, es justamente el blanco).

Las amas de casa de la posmodernidad ya no hornean tortas con royal, ya no almidonan las camisas del marido: tienen otras inquietudes. Las amas de casa de hoy están desesperadas, y lo más probable es que estén pensando en acostarse con el plomero sin que se entere el marido, todo esto mientras litigan con su ex por la tenencia de los chicos y planean un próximo lifting. Algo pasó con la identidad, no? No me malentiendan, no me interesa esa cosa nostálgica apocalíptica del ay qué bien que estábamos antes y qué mal que estamos ahora. No...no creo que antes estuviéramos bien. Y justamente por eso, cuando se relativizaron todos los límites que antes eran inamovibles como muros de piedra (y si los cruzabas, no había vuelta), fue como sacar el tapón a una tanque de quinientos litros. Demasiada presión acumulada. La represión y la limitación son una especie de tradición de la humanidad; ahora de pronto desaparecieron las restricciones morales; quedan sólo las del capital. O sea: podés hacer lo que quieras, siempre que tengas plata. Si no ya no podemos controlar a las masas por la religión, controlémoslas por el consumo (que es, sí, el nuevo opio de los pueblos globalizados de la posmodernidad)


Tener o no tener


Recuerdo que la primera vez que tomé conciencia de esto yo debía tener unos 8 o 9 años. Nos íbamos de convivencias (o sea, de fin de semana) a una masía (o sea, casa de campo) con los chicos del colegio (o sea, gente con la cual yo tenía una relación bastante dificultosa). El viernes a la mañana estaban todos en el patio, con sus flamantes mochilas, listos para salir. Yo aparecí con un viejo bolso de deporte (de esos ochentosos que tenían iconitos como si fueran de los juegos olímpicos o algo así), y una compañerita me preguntó enseguida porqué no había traído una mochila. En uno de los momentos más incómodos de mi vida, le contesté que no tenía (sabemos la tremenda importancia que reviste para los niños sentirse integrados a un grupo: tener o ser algo diferente equivalía más o menos a la condenación eterna, especialmente en un caso como el mío que ya presentaba harto irregularidades). ¿No tienes? – me dijo mi compañerita con su acento castizo. ¡Pues si no tienes, se compra! – concluyó, admirada de que alguien pudiera ignorar una verdad tan elemental.

Algunos años más tarde, recuerdo haber reproducido cierto comentario que escuché a mi mamá acerca de las canillas de oro que Donald Trump había instalado en no sé cuál de sus mansiones o yates, y de la frivolidad que eso implicaba considerando que en África la gente se moría de hambre (entiendan, era la época de We are the world, Live for África y todas esas movidas...en el comedor del colegio un cartel recordaba lo afortunados que éramos de poder disfrutar de unas albóndigas nauseabundas, ya que muchos niños de nuestra edad, allá en África, no tenían esa suerte. Y yo era una niña bastante impresionable). Estaba mi amiguita, la que me había increpado por mi falta de recursos unos años atrás. Inmediatamente, respondió que ella no veía nada de malo en eso. “Si yo fuera millonaria, ¡pues también me pondría la grifería de oro con diamantes y hala!”. Recibí así, gracias a la tolerancia de mi amiga para instruirme a pesar de mi escasa disposición, mis primeras lecciones sobre el capitalismo posmoderno. Menos mal, porque con la moral pequeñoburguesa que me habían enseñado en mi casa, pues estábamos apañados.

Tiempo después, y como no es fácil desprenderse de las propias raíces, he seguido comprobando, ya de manera más consciente, cómo ese idealismo y esos valores han continuado complicándome la existencia hasta el día de hoy. Y sips...hoy por hoy ser idealista y tener una escala de valores diferente y propia es ir contracorriente, pero no por romántico rebelde transgresor, no por hacer la gran Byron y escandalizar a las señoras gordas que toman el té, sino simplemente por boludo. El que no acepta la lógica capitalista es un tarado, y eso pasa también en las relaciones. Digamos que ahora, y del mismo modo que Flaubert decía “Madame Bovary, c´est moi”, yo podría decir “La señora gorda que toma el té, soy yo”. Hoy por hoy, Byron no escandalizaría a nadie por estar enamorado de su hermana y tener una amante a la que desprecia públicamente, capaz de hacer cualquier cosa por él (después de ver cualquier capítulo de Nip Tuck, hasta nos parecería poco original). Pero seguro sería tildado unánimemente de boludo por ir a pelear a una guerra en la que ni siquiera tomaba parte su país, como un modo de encontrar un sentido a su vida. ¿Qué ganó con eso? Nada, encima el muy nabo pescó una fiebre, por ir a la guerra, y palmó. Nuestra época, recordemos, tiene un solo e indecible terror: la muerte. Podemos soportar todo menos morirnos. Una injusticia, bah. ¿Para qué tenemos tanta tecnología, sino? Antes la gente tomaba la muerte como un proceso natural de la vida, donde con un poco de suerte te esperaba una vida mejor. Pero ahora, un tiempito después de que Descartes dijera su famosa frasecita, no creemos en esas patrañas (bah, ni en nada; Descartes por lo menos creía en la razón). En cierto momento (a medida que avanzaba la ciencia y el paradigma racional, casualmente), la muerte comenzó a ser conjurada como si eso fuera lo más normal del mundo.


Turistas en el shopping


Yo preguntaba, al principio, porqué querer conocer a alguien y querer tener sexo con alguien deberían ser, necesariamente, cosas excluyentes. La posmodernidad habilitó esa exclusión. Entonces uno puede pensar, qué bueno, por fin blanqueamos las cosas, se acabaron las hipocresías y las sábanas con agujerito (como en Como agua para chocolate, la vieron?). También se terminó la necesidad de conocer al otro (total para qué). Toda la lógica del capitalismo tardío está fundada en la canalización del deseo. Cualquier cosa que se interponga en el camino entre yo y mi deseo, es consecuentemente un estorbo. No una posibilidad de aprendizaje: un estorbo. Zygmunt Bauman habla del pasaje del arquetipo del peregrino de la modernidad que recorría un camino, que está comprometido con su propio devenir, al paseante que deambula sin rumbo fijo, arquetipo de la posmodernidad, no comprometido con nada (es notable la reacción de pánico que a la mayoría nos provoca la posibilidad de comprometernos, no ya con alguien, sino con la cuota de un gimnasio por doce meses...) Ya no hay caminos que recorrer: todo está al alcance en una superposición de recorridos posibles que siguen la lógica intermitente y compulsiva del shopping. Deseo y satisfacción. No sé lo que quiero, pero lo quiero ya. El único problema de la lógica capitalista, eficiente por demás, es que, por su propia naturaleza, deja afuera al amor. Y, curiosamente, inoportunamente, fastidiosamente, con toda nuestra posmodernidad y nuestra sexualidad liberada, parece que la cuestión nos sigue preocupando.

Desde la perspectiva del amor, la vida, como diría Roberto Benigni (yo tengo una tendencia a caer de tanto en tanto a un nivel de vuelo apenas rasante en mis citas, pero bué), es bella. Siempre es bella. El mundo, por su parte, es bastante horrible, qué se le va a hacer. Desde la perspectiva del amor, el sexo es una forma de conocimiento, además de una forma de placer. Se sigue entonces que el sexo se enriquece con el amor. O también, que el amor se enriquece con el sexo. Pero es un enriquecimiento puramente espiritual, no económico, así que es entendible que no le interese a mucha gente. ¿Qué espera la gente de una relación? Placer. Estar bien. Sentirse bien. Unos mimos. Alguien que me comprenda. Alguien que tenga mis mismos intereses. Que sea linda, divertida, inteligente (se darán cuenta de que ponen esos atributos como quien recita la lista de la compra?) Hasta la inteligencia está desustancializada, porque ha dejado de ser un valor en sí mismo para convertirse en un valor de cambio como todo lo demás, en este caso un valor que revaloriza el objeto mujer (podría ser el objeto hombre, para el caso es lo mismo). ¿Para qué diablos querría tener a alguien inteligente al lado, si no es para aprender algo, para compartir algo desde ese lugar? En verdad, lo que entiende el común de la gente por inteligente es alguien que se las arregla bien para salir bien parado de las situaciones: lo que se valora no es la inteligencia como habilidad analítica y emocional, ni mucho menos como muestra del nivel de profundidad y sensibilidad de una persona, sino simplemente la astucia en la supervivencia. Un vivo, bah. Donde dice inteligente, léase vivo. Pero que no me cague, eh?

Es interesante analizar este clásico triunvirato de cualidades (lindo, inteligente, divertido); nótese la ausencia de referentes morales en la lista. No se habla ya de cosas como la generosidad, la honestidad, la integridad de alguien como valores deseables. Esto devela de forma muy sencilla el objetivo del “comprador” en cuestión: pasarla bien. Pasarla bien, procurarnos un bien agradable de usufructuar, es el objetivo básico de una compra. Para mucha gente, es el objetivo básico de la vida.


Love pills


Ya dije que no me gustaría sonar moralista. Como a cualquier mortal, me encanta el placer. ¿Pero eso tiene que ser a costa de sacrificar todo lo demás? Entonces no va. Justamente, el tema es que nadie lo ve como sacrificio, sino como beneficio. Recién nos rasgamos las vestiduras cuando descubrimos que estamos solos y que no hay media naranja por ningún lado (a lo sumo, medio limón partido en la heladera). Pero no relacionamos una cosa con la otra. ¿Podemos amar si la mayor parte del tiempo estamos pensando en cómo obtener placer y beneficiarnos a nosotros mismos? No y mil veces no. Justamente, porque el amor implica abdicar de nuestro egoísmo como brújula para andar por la vida. El amor y el individualismo no son compatibles. No, no es como en esa publicidad (una cínica desustancialización de los libros de autoayuda), donde el “me amo a mí mismo para poder amar a otros” pasa a ser un “me doy placer a mí mismo todo el tiempo, así atraigo a otro narcisista”. Y salimos los cuatro. Y ya saben cuál es el problema de las relaciones narcisistas: cada uno se quiere tanto a sí mismo, que cualquier demanda del otro que entre en conflicto con ese “amor” es un estorbo.

Amar es saber ceder, y llegado el caso, saber sacrificarse. Eso, por extraño que parezca, produce placer. Un placer que no es egoísta, que proviene de saber que podemos hacerle un bien a otro, que podemos ser responsables de otra persona con tanto cuidado como lo somos de nosotros mismos. Un placer que conmueve. La capacidad de conmoverse, de emocionarse, en un mundo donde digerimos atrocidades cotidianamente a través de nuestra pantalla amiga junto con el café con leche, casi sin pestañear, me parece una cualidad realmente bella.

Vivimos desesperados, igual que las chicas del título. Sólo que bajo una capa de indiferencia, de miedo, de costumbre, que nos impide darnos cuenta. La vida artificiosa del placer parece funcionar para nosotros, ya que seguimos corriendo tras él. La capa se vuelve cada vez más delgada, igual que el hielo de los polos bajo el efecto del calentamiento global. La metáfora no es causal. Estamos al borde del resquebrajamiento como especie, pero el show continúa. Todo parece andar bien. Dentro de poco es probable que el problema del amor deje de preocuparnos, que lo vendan en cápsulas para que deje de ser un problema tan molesto, para resolverlo rápidamente y sin pensar demasiado, como hacemos con todo.

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